Siete Noches de Jorge Luis Borges
Borges Siete Noches en el blog Borges en el Museo de la Novela de la Eterna |
Entre junio y agosto de 1977 Jorge Luis Borges pronunció estas siete conferencias en el
Teatro Coliseo de Buenos Aires.
Señoras, Señores:
En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo. Recuerdo que de chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) me demoraba ante unas jaulas del jardín zoológico de Palermo y eran precisamente la jaula del tigre y la del leopardo. Me demoraba ante el oro y el negro del tigre; aún ahora, el amarillo sigue acompañándome. He escrito un poema que se titula «El oro de los tigres» en que me refiero a esa amistad.
Quiero pasar a un hecho que suele ignorarse y que no sé si es de aplicación general. La gente se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que justificaría esa opinión: «Looking on darkness, wich the blind to do see»; «mirando la oscuridad que ven los ciegos». Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.
Uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el negro; otro, el rojo. «Le rouge et le noir» son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en este mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego. Hubiera querido reclinarme en la oscuridad, apoyarme en la oscuridad. Al rojo lo veo como un vago marrón. El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor. Sé que fueron valientes.
El ciego vive en un mundo bastante incómodo, un mundo indefinido, del cual emerge algún color: para mí, todavía el amarillo, todavía el azul (salvo que el azul puede ser verde), todavía el verde (salvo que el verde puede ser azul). El blanco ha desaparecido o se confunde con el gris. En cuanto al rojo, ha desaparecido del todo, pero espero alguna vez (estoy siguiendo un tratamiento) mejorar y poder ver ese gran color, ese color que resplandece en la poesía y que tiene tan lindos nombres en muchos idiomas. Pensemos en scharlach, en alemán, scarlet en inglés, escarlata en español, écarlate en francés. Palabras que parecen dignas de ese gran color. En cambio, «amarillo» suena débil en español; yellow en inglés, que se parece tanto a amarillo; creo que en español antiguo era amariello.
Yo vivo en ese mundo de colores y quiero contar, ante todo, que si he hablado de mi modesta ceguera personal, lo hice porque no es esa ceguera perfecta en que piensa la gente; y en segundo lugar porque se trata de mí. Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse; pero en el caso mío, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo.
Para los propósitos de esta conferencia debo buscar un momento patético. Digamos, aquel en que supe que ya había perdido mi vista, mi vista de lector y de escritor. Por qué no fijar la fecha, tan digna de recordación, de 1955. No me refiero a las épicas lluvias de septiembre; me refiero a una circunstancia personal.
He recibido en mi vida muchos inmerecidos honores, pero hay uno que me alegró más que ningún otro: la dirección de la Biblioteca Nacional. Por razones menos literarias que políticas, fui designado por el gobierno de la Revolución Libertadora.
Me vi nombrado director de la Biblioteca y volví a aquella casa de la calle México del barrio Monserrat, en el Sur, de la que tenía tantos recuerdos. Jamás había soñado con la posibilidad de ser director de la Biblioteca. Yo tenía recuerdos de otro orden. Iba con mi padre, de noche. Mi padre, que era profesor de psicología, pedía algún libro de Bergson o de William James, que eran sus autores preferidos, o de Gustav Spiller. Yo, demasiado tímido para pedir un libro, buscaba algún volumen de la Enciclopaedia Britannica o de las enciclopedias alemanas de Brockhaus o de Meyer. Tomaba un volumen al azar, lo sacaba de los anaqueles laterales, y leía.
Recuerdo una noche en que me vi recompensado porque leí tres artículos: sobre los druidas, sobre los drusos y sobre Dryden, un regalo de las letras dr. Otras noches fui menos afortunado. Yo sabía, además, que en esa casa estaba Groussac; hubiera podido conocerlo personalmente, pero yo era entonces, puedo decirlo, muy tímido: casi tan tímido como soy ahora. Entonces creía que la timidez era muy importante y ahora sé que la timidez es uno de los males que uno tiene que tratar de sobrellevar, y que realmente ser muy tímido no es importante, como tantas otras cosas a las que uno les otorga importancia exagerada. Recibí el nombramiento a fines de 1955; me hice cargo, pregunté el número de volúmenes, me dijeron que era un millón. Averigüé después que eran novecientos mil, una cifra más que suficiente. (Quizá novecientos mil parezca más que un millón: novecientos mil; en cambio, un millón se agota en seguida).
Poco a poco fui comprendiendo la extraña ironía de los hechos. Yo siempre me había imaginado el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Otras personas piensan en un jardín, otras pueden pensar en un palacio. Ahí estaba yo. Era, de algún modo, el centro de novecientos mil volúmenes en diversos idiomas. Comprobé que apenas podía descifrar las carátulas y los lomos. Entonces escribí el «Poema de los dones», que empieza: «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche». Esos dos dones que se contradicen: los muchos libros y la noche, la incapacidad de leerlos.
Imaginé autor del poema a Groussac, porque Groussac fue también director de la Biblioteca y también ciego. Groussac fue más valiente que yo; guardó silencio. Pero pensé que, sin duda, había instantes en que nuestras vidas coincidían, ya que los dos habíamos llegado a la ceguera y los dos amábamos los libros. Él había honrado a la literatura con libros muy superiores a los míos. Pero, en fin, los dos éramos hombres de letras y recorríamos la Biblioteca de libros vedados. Casi podríamos decir, para nuestros ojos oscuros, de libros en blanco, de libros sin letras. Escribí sobre la ironía de Dios y al fin me pregunté cuál de los dos había escrito ese poema de un yo plural y de una sola sombra.
Ignoraba entonces que hubo otro director de la Biblioteca, José Mármol, que también fue ciego. Aquí aparece el número tres, que cierra las cosas. Dos es una mera coincidencia; tres, una confirmación. Una confirmación de orden ternario, una confirmación divina o teológica. Mármol fue director de la Biblioteca cuando ésta estaba en la calle Venezuela.
Ahora es costumbre hablar mal de Mármol o no hablar de él. Pero debemos recordar que cuando decimos «el tiempo de Rosas» no pensamos en el admirable libro de Ramos Mejía Rosas y su tiempo; pensamos en el tiempo de Rosas que describe esa admirablemente chismosa novela Amalia, de José Mármol. Haber legado la imagen de una época a un país no es escasa gloria; ojalá yo pudiera contar con una parecida. La verdad es que siempre, cuando decimos «el tiempo de Rosas», estamos pensando en los mazorqueros que describió Mármol, en las tertulias de Palermo, estamos pensando en las conversaciones de uno de los ministros del tirano y de Soler.
Tenemos, pues, tres personas que recibieron igual destino. Y la alegría de volver al barrio de Monserrat, en el Sur. Para todos los porteños el Sur es, de un modo secreto, el centro secreto de Buenos Aires. No el otro centro, un poco ostentoso, que mostramos a los turistas (en aquellos tiempos no existía esa publicidad que se llama Barrio de San Telmo). El Sur vendría a ser el modesto centro secreto de Buenos Aires.
Si yo pienso en Buenos Aires, pienso en el Buenos Aires que conocí cuando era chico: de casas bajas, de patios, de zaguanes, de aljibes con una tortuga, de ventanas de reja, y ese Buenos Aires antes era todo Buenos Aires. Ahora sólo se conserva en el barrio Sur; de modo que sentí que volvía al barrio de mis mayores. Cuando comprobé que ahí estaban los libros, que tenía que preguntar a mis amigos el nombre de ellos, recordé una frase de Rudolf Steiner en su libro sobre antroposofía (que fue el nombre que dio a la teosofía). Dijo que cuando algo concluye, debemos pensar que algo comienza. El consejo es saludable, pero es de difícil ejecución, ya que sabemos lo que perdemos, no lo que ganaremos. Tenemos una imagen muy precisa, una imagen a veces desgarrada de lo que hemos perdido, pero ignoramos qué lo puede reemplazar, o suceder.
Tomé una decisión. Me dije: ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro, lo que sucede al mundo visible que, de hecho, he perdido. Recordé unos libros que estaban en casa. Yo era profesor de literatura inglesa en nuestra Universidad. ¿Qué podía hacer para enseñar esa casi infinita literatura, esa literatura que sin duda excede el término de la vida de un hombre o de las generaciones? ¿Qué podía hacer en cuatro meses argentinos de fechas patrias y de huelgas?
Hice lo que pude para enseñar el amor a esa literatura y me abstuve, en lo posible, de fechas y de nombres. Vinieron a verme unas alumnas que habían dado examen y lo habían aprobado. (Todas las alumnas pasaban conmigo, siempre traté de no aplazar a nadie; en diez años aplacé a tres alumnos que insistieron en ser aplazados). A las niñas (serían nueve o diez) les dije: «Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y que yo he cumplido con mi deber de profesor. ¿No sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y de una literatura que apenas conocemos?». Me preguntaron cuál era ese idioma y cuál esa literatura. «Bueno, naturalmente el idioma inglés y la literatura inglesa. Vamos a empezar a estudiarlos, ahora que estamos libres de la frivolidad de los exámenes; vamos a empezar por los orígenes».
Recordé que en casa había dos libros que pude recuperar porque los había puesto en el estante más alto, pensando que no iba a precisarlos nunca. Eran el Anglo-Saxon Reader de Sweet y la Crónica anglosajona. Los dos tenían glosario. Y nos reunimos una mañana en la Biblioteca Nacional.
Pensé: he perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte y que desde Dinamarca, desde Alemania y desde los Países Bajos conquistaron a Inglaterra; que se llama Inglaterra por ellos, ya que «Engaland», tierra de los anglos, antes se llamaba «tierra de los britanos», que eran celtas.
Era un sábado por la mañana, nos reunimos en el despacho de Groussac, y empezamos a leer. Hubo una circunstancia que nos alegró y que nos mortificó pero que al mismo tiempo nos llenó de cierta vanidad. Fue el hecho de que los sajones, como los escandinavos, usaban dos letras rúnicas para significar los dos sonidos de la th, el de thing y el de the. Eso confería a la página un aire misterioso. Las hice dibujar en un pizarrón.